Un humanismo diferente

Inmerso en este ambiente de aceleración histórica, crecerá un joven llamado Francisco Marroquín, nacido el año de 1499 en la provincia de Santander, al norte de España, de familia noble y solariega. Tras cursar la carrera eclesiástica y ordenarse sacerdote, Marroquín estudia en la Universidad de Huesca, donde se gradúa con el título de licenciado en Teología y Filosofía. Unos años más tarde, es nombrado catedrático de la Universidad de Osma, donde conoce a García de Loaísa, obispo de dicha ciudad, confesor y consejero privado del Emperador y presidente del Consejo de Indias. Marroquín atrae pronto la atención del obispo, quien le llama para formar parte de su grupo de asesores y predicadores, entre los que se encuentra también el franciscano Juan de Zumárraga, hombre con quien Marroquín trabará pronto una amistad entrañable.

Con apenas 27 años, pues, el joven letrado se encuentra en una posición excepcional para influir en los sucesos de su tiempo. Marroquín viajará en esos años a Burgos, Toledo, Madrid y Aranjuez, acompañando a Loaísa y a Zumárraga en sus visitas al Emperador, e incluso estará presente en las capitulaciones o negociaciones que dos famosos conquistadores, Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, mantienen en esas fechas con Carlos V.

Todo parece indicar que el futuro del joven tendrá por escenario los vericuetos de la Corte. Pero sus valores y su vocación van por otro rumbo. Marroquín, como Zumárraga y otros muchos humanistas de su tiempo, pertenece a un movimiento renovador que se fragua en las universidades españolas, donde ha surgido una idea extraña, un pensamiento insólito para su tiempo, que consiste en cuestionar el derecho de los conquistadores a hacer la guerra a los indios, así como el de someter o esclavizar a los pueblos conquistados. Todos los hombres, afirman los seguidores de esta corriente, son iguales ante Dios y ante la ley, y ninguna sociedad puede llamarse justa si no se basa en el libre ejercicio de la voluntad humana.

Los humanistas de Salamanca, Valladolid y Alcalá de Henares le han creado al Emperador un problema de conciencia. La injusticia prevalece en las Indias, aseguran. Y exigen para los naturales libertad, igualdad y fraternidad, siglos antes de que lo hagan los revolucionarios franceses. Pero a diferencia del humanismo europeo, que se desarrolla en forma de reflexiones abstractas, el humanismo español deberá ser llevado a la práctica en un terreno plagado de espinas y sangre, el Nuevo Mundo, y en un hombre humillado y ofendido, el indio americano. El fín último de estos humanistas y teólogos es llevar a este hombre concreto la fe cristiana, la ley, la justicia y lo que entonces se conocía en España por “derecho de gentes”, un principio jurídico heredado del Derecho Romano, por el que se reconocía a todos los hombres iguales prerrogativas y atributos.

Estas ideas, adquiridas durante su etapa universitaria, marcarán la vida y la obra de Francisco Marroquín. Todo movimiento intelectual, sin embargo, suele marchar por delante de la historia, y del choque entre el uno y la otra suelen surgir conflictos que, a su vez, engendran realidades no siempre acordes al ideal con que fueron concebidas. El drama que muy pronto vivirá este joven será el de llevar a la práctica unas ideas humanistas y humanitarias en un mundo donde los hechos chocan con el derecho, la libertad con la esclavitud, la igualdad con la injusticia y la fraternidad con los rechazos.

Francisco Pérez Antón

Semblanza y Loa de Francisco Marroquín